mar. Mar 18th, 2025


En cualquier rincón del mundo, la política parece estar diseñada para que la clase gobernante viva en una burbuja de privilegios mientras la mayoría de los ciudadanos lucha por servicios públicos mediocres. No importa si se trata de presidentes, congresistas o alcaldes: la queja generalizada es que quienes gobiernan lo hacen de espaldas al pueblo. Y no es para menos.

En su mayoría, estos personajes llegan al poder con promesas rimbombantes, pero terminan atrapados en la telaraña de sus propios compromisos políticos y económicos, convirtiéndose en títeres de los intereses que los llevaron al cargo.

El problema no es la falta de recursos ni la imposibilidad de mejorar las condiciones de vida de la gente. El verdadero obstáculo es la ausencia de voluntad política. Cuando un sistema permite que quienes lo manejan no sufran las consecuencias de su ineptitud, el resultado es obvio: hospitales colapsados que ellos nunca pisarán, escuelas públicas en ruinas donde jamás estudiarán sus hijos y sistemas de pensiones diseñados para condenar a la vejez a la miseria, pero con jugosas jubilaciones para los mismos que los imponen.

Si yo fuera presidente de mi querida República Dominicana, lo primero que haría sería romper ese perverso círculo de impunidad con una reforma constitucional radical: ningún funcionario ni sus familiares podrían recibir servicios distintos a los del pueblo que representa. Esto significaría que el presidente, los ministros, congresistas, alcaldes, regidores y descendientes estarían obligados a usar las escuelas y universidades públicas, atenderse en los hospitales públicos y depender del mismo sistema de pensiones que el resto de la población. Nadie podría acceder a seguros médicos internacionales ni viajar al extranjero para hacerse chequeos mientras ocupe un cargo público.

Imaginen el impacto: de la noche a la mañana, los hospitales se modernizarían, las escuelas tendrían mejor infraestructura y calidad educativa, y el sistema de pensiones dejaría de ser una condena. No por altruismo, sino por simple instinto de supervivencia de quienes han vivido siempre en la comodidad de su desconexión con la realidad.

Cabe destacar que no me interesa ni nunca me ha interesado la política para ejercerla, pero si Nayib Bukele ha podido hacerlo en El Salvador, ¿por qué otros países con más potencialidades no pueden? Su éxito demuestra que, cuando hay determinación y valentía para desafiar los vicios del sistema, los cambios pueden lograrse. No se trata de ideologías ni de discursos bonitos, sino de resultados tangibles que beneficien a la mayoría.

El problema radica en que la política tradicional ha sido secuestrada por grupos que la usan como un negocio y no como una vocación de servicio. Gobiernan para su propio beneficio, blindando su estatus y asegurándose de que la desigualdad persista, porque en un país donde los servicios públicos son un desastre, el que puede pagar siempre estará por encima del que no. Por eso no les interesa mejorar hospitales, ni escuelas, ni sistemas de transporte: porque ellos jamás los usarán.

Necesitamos una sociedad más justa y equitativa porque, mientras el sistema de salud continúe siendo un negocio, miles de personas seguirán desprotegidas. Es inaceptable que las ARS no cubran terapias ni medicamentos para niños con autismo, cuando es sabido el alto índice de esta condición y el costo descomunal que representa para las familias. Pero no se trata solo de ellos: las personas con enfermedades mentales viven en el más absoluto abandono. No hay centros donde albergarlos ni siquiera dónde estabilizarlos en momentos de crisis. Es un desastre que revela el nivel de insensibilidad de quienes gobiernan.

Mientras los ciudadanos no exijan que los políticos vivan bajo las mismas condiciones que ellos, el sistema seguirá igual. No necesitamos gobernantes que “sientan empatía”; necesitamos gobernantes que, por obligación, compartan la realidad del pueblo. Solo así veremos un cambio real, porque cuando el dolor toca a la puerta de quienes toman las decisiones, de repente todo lo que antes era “imposible” se vuelve prioritario.

Si de verdad queremos un cambio, primero debemos exigir que los que nos gobiernan vivan como nosotros. Solo entonces entenderán que la política no es un club de beneficios, sino un contrato social donde nadie debería estar por encima de la realidad del país que dirige.





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