91 años han transcurrido desde aquella fatídica noche de traiciones consumadas, de amistades ejecutadas, de lealtades aplastadas por el peso brutal del poder. A esa tragedia política se le conoce como «La Noche de los Cuchillos Largos».
Adolf Hitler, hasta entonces Canciller de Alemania, se encontraba en la antesala de su ascenso absoluto. Pero como ocurre en casi todas las revoluciones autoritarias, los antiguos compañeros de lucha se convierten en estorbos incómodos una vez el líder ha escalado hasta la cima. El blanco era claro: Ernst Röhm, jefe de las SA, viejo camarada y figura central en la construcción del nazismo. Röhm y sus hombres, que alguna vez golpearon puertas y cráneos por la causa, empezaban a pensar por cuenta propia.
Las SA representaban un poder paralelo, un ejército revolucionario dentro del Estado, con más de tres millones de hombres, muchos de ellos fanáticos y descontrolados. Röhm tenía aspiraciones propias y hablaba en voz alta de fusionar su fuerza con el ejército regular. Aquello alarmó a los generales, a la élite empresarial, y al propio Hitler, que veía en Röhm una sombra que crecía más de la cuenta.
Así, en un acto que mezcló el cálculo político con una frialdad quirúrgica, Hitler dio la orden. Del 30 de junio al 2 de julio de 1934, comenzó la limpieza. Cientos fueron arrestados, decenas ejecutados sumariamente. Röhm fue detenido y, tras negarse a suicidarse, fue asesinado a sangre fría en su celda. El mensaje fue brutal y claro: en el Tercer Reich, no hay espacio para la disidencia, ni siquiera para los que ayudaron a construirlo.
Entre las víctimas también cayeron Gregor Strasser, antiguo rival dentro del partido, el general Von Schleicher, ex canciller, y otras figuras conservadoras. Nadie estaba a salvo. No se trataba solo de venganzas personales, sino de establecer una nueva lógica: el poder ya no necesitaba a los militantes exaltados de la primera hora. Ahora se blindaba con las armas del Estado, con la obediencia del ejército, con la legitimación del terror legalizado.
Hitler no pidió disculpas. Al contrario, legalizó la matanza retroactivamente. En un discurso ante el Reichstag declaró: «Yo soy el responsable del destino del pueblo alemán, y por tanto me hice el juez supremo de la nación.» La democracia moría sin disparos en el Parlamento, pero con sangre en las calles.
La noche de los cuchillos largos no fue solo una purga política, fue un acto quirúrgico de legitimación del terror, donde Adolf Hitler consolidó su poder absoluto eliminando a sus propios camaradas con la frialdad de un cirujano imperial.
Pero detrás del estruendo interno, había un fenómeno más profundo: la peligrosa alianza entre el populismo y la indiferencia internacional. El pueblo alemán, humillado por el Tratado de Versalles, empobrecido por la inflación y sediento de orden, se aferró a la figura mesiánica de Hitler como si de un salvador se tratara. El nacionalismo se disfrazó de redención. El odio se convirtió en política pública. Y el fanatismo fue premiado con uniformes y marchas.
Mientras tanto, las democracias liberales de Europa y América observaban desde la distancia, sin comprender la magnitud del monstruo que crecía en el corazón del continente. Francia, dividida y debilitada; Inglaterra, aferrada a la política de apaciguamiento; Estados Unidos, aún encerrado en su burbuja aislacionista. Nadie quiso intervenir. Nadie alzó la voz con la fuerza suficiente. La indiferencia fue el cómplice silencioso de la tragedia.
Las consecuencias no se hicieron esperar. En los años siguientes, esa noche de cuchillos afilados sería apenas el preludio de una maquinaria totalitaria que llevó al mundo al borde del abismo. Desde la anexión de Austria hasta la invasión de Polonia, desde los campos de concentración hasta el Holocausto, todo comenzó con un gesto impune, con un crimen legitimado, con una élite internacional que subestimó el poder de la ideología cuando se mezcla con el resentimiento colectivo.
Lo más inquietante es que el populismo de Hitler no era una aberración aislada, sino un reflejo de una dinámica universal: cuando los pueblos sienten que han perdido el control sobre sus vidas, se vuelven vulnerables a los discursos simples y a los hombres fuertes. Y cuando las democracias no actúan con firmeza frente a la injusticia, terminan siendo devoradas por ella.
Hitler no necesitó conquistar el mundo con tanques al principio. Lo hizo primero con palabras. Convenció a millones de alemanes de que la culpa era del otro: del comunista, del judío, del decadente liberal. Y mientras ellos aplaudían su verbo encendido, la comunidad internacional miraba hacia otro lado, temerosa de intervenir, aferrada al espejismo de la paz por omisión.
Hoy, cuando vemos cómo resurgen liderazgos autoritarios en distintos rincones del planeta, disfrazados de populismo redentor, debemos recordar aquella lección amarga: los regímenes totalitarios no nacen en un día, se construyen con el silencio de muchos y la esperanza ciega de las mayorías.
La Noche de los Cuchillos Largos fue el punto de no retorno. Una advertencia histórica que sigue hablando en voz baja a quienes estén dispuestos a escuchar. Porque la historia no se repite, pero rima. Y si no aprendemos de ella, las sombras volverán a alzarse con cuchillos invisibles… y esta vez, el mundo podría no tener otra oportunidad.
Por Jaime Bruno