
Hay entrevistas que una persigue con la esperanza de obtener una gran historia. Y hay otras —las menos— en las que la historia te encuentra, sin cámaras, sin micrófonos, solo con una taza de café y una mirada cargada de memoria. Así me ocurrió con Doña Buenaventura, una mujer de 84 años que aún conserva la lucidez, el temple y la serenidad de quien ha vivido con propósito, y ha servido a su país con integridad y coraje.
Me recibió en su vivienda, un tercer nivel ubicado en plena carretera Mella de Santo Domingo Este, donde el bullicio no se detiene y el sonido de carros, vendedores y bocinas se cuela como parte del paisaje cotidiano. Mientras intentaba convencerla de concederme una entrevista audiovisual, ella me ofreció café, y sin darme cuenta, la entrevista ya había comenzado. No había cámaras, pero había verdad. Y una historia digna de ser contada.
Buenaventura llegó desde San Pedro de Macorís junto a su madre cuando apenas tenía seis años. Se establecieron en el sector de Villa Duarte, donde empezaría a forjar su historia de esfuerzo y superación.
Desde muy joven mostró una habilidad natural para las matemáticas, lo que le permitió, a los trece años, conseguir su primer empleo en la bomba de gasolina de Marcelino Pérez —un empresario local apodado “Chiquitín”—, donde comenzó a ganarse la vida con responsabilidad y a reunir “algún dinerito” para costear sus estudios, algo poco común para una niña de su edad.
Con el tiempo, inició sus estudios de contabilidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Hoy, con cierta nostalgia, recuerda las noches en que, por la falta de recursos, cruzaba a pie el puente Juan Pablo Duarte, donde su madre la esperaba para regresar juntas a su casa en el sector de Villa Duarte. Aquellas caminatas, cargadas de sacrificio, marcaron el inicio de una carrera construida sobre el trabajo honesto y la perseverancia.
Buenaventura Gómez —doña Gladys, como todos la conocen— trabajó por casi medio siglo en la Contraloría General de la República. Su arma fue la ética. Su trinchera, un escritorio y una convicción inquebrantable de que el Estado merece servidores con conciencia y compromiso.
Pero hay un episodio que la convierte, sin exageración, en una heroína anónima de la historia dominicana.
La madre de doña Gladys falleció días antes de que el entonces contralor general de la República, José Rafael Abinader, conformara el equipo que se trasladaría a La Romana para realizar una pesquisa técnica, en busca de detectar posibles irregularidades en las negociaciones del Estado dominicano con la empresa multinacional Gulf & Western.
Por tales razones, Buenaventura pidió no formar parte de la comisión. La reciente pérdida de su madre, sumada a la preocupación de no tener con quién dejar a sus dos hijos pequeños, la llevaron a solicitar permanecer en la capital. El contralor, en un gesto comprensivo, accedió. Lo que nadie imaginaba es que aquella decisión marcaría el rumbo de los acontecimientos.
A finales de los años 70, una deuda millonaria que la multinacional Gulf & Western mantenía con el país parecía estar destinada al olvido. Se hablaba de más de 38.7 millones de dólares. Los documentos que la probaban estaban polvorientos en los archivos del Consejo Estatal del Azúcar (CEA). Y fue Buenaventura, auditora entonces, quien recibió del contralor José Rafael Abinader la instrucción directa: “Revíselas todas”. Y eso hizo.
Desde una de las oficinas en Santo Domingo, revisando documentos con rigurosidad, fue ella quien logró identificar una evidencia clave —casi imperceptible— que terminó revelando un agravio por 38.7 millones de dólares al Estado dominicano.
Durante semanas, sola, sin más recursos que su paciencia y su minuciosidad, revisó acta por acta, línea por línea. No había equipos. No había escáneres ni inteligencia artificial. Finalmente, encontró la prueba. El dato clave. La evidencia que permitió exigir el pago.
Y entonces, comenzó su propia misión secreta: sabiendo que corría peligro, extrajo el libro original de los archivos, bajó por el ascensor de manera sigilosa y entregó el documento a sus superiores. Una vez hechas las copias y con la evidencia en manos el contralor, le regresó el libro, sin que nadie lo notara.
Aquello desencadenó una operación diplomática sin precedentes: el contralor Abinader presentó las pruebas al presidente Antonio Guzmán y, con su respaldo, viajó a Washington para gestionar el cobro. La deuda fue saldada en diferentes partidas. El país recuperó millones. Pero ella, la mujer que lo hizo posible, siguió en su puesto. Sin prensa. Sin aplausos. Sin medalla.
El entonces contralor solía decirle: “Buenaventura, tengo pendiente tu condecoración”. Lo repitió varias veces. Y ella, con humildad, lo recordaba como un gesto. Pero el tiempo no alcanzó. La promesa se perdió entre los años.
Para doña Buenaventura, José Rafael Abinader fue un líder íntegro, de esos que no negocian sus principios. En una época marcada por silencios oportunos, él eligió la verdad, aunque incomodara. Su liderazgo inspiraba respeto, no por imposición, sino por su coherencia.
Hoy, doña Buenaventura vive entre nosotros, una presencia que habla con la autoridad de quien ha vivido con propósito. Su historia no es solo un relato personal, sino un legado viviente que nos recuerda que la verdadera grandeza está en la valentía de hacer lo correcto, aun cuando no haya recompensa pública. Es el testimonio de una generación que entendió que el poder debe estar al servicio del pueblo, no al servicio de intereses propios.
Reconocerla en vida no es un gesto decorativo.
Es una deuda de gratitud.
Un acto de memoria institucional.
Una expresión de respeto profundo.
Hoy, 19 de abril, Día del Auditor Interno, esta hazaña merece ser recordada. No por nostalgia, sino porque en tiempos de cambios, la figura de Buenaventura representa lo que todavía puede inspirarnos: la integridad. El amor por lo correcto.
Su anhelo es sencillo, pero profundamente simbólico: estrechar la mano del Presidente de la República, a quien conoció siendo aún un adolescente, cuando ella integraba el equipo de confianza de su padre, el entonces contralor José Rafael Abinader.
Por Gaby Guzmán Cáceres