Nunca antes la República Dominicana había atravesado un hecho tan siniestro como el acontecido en la madrugada del pasado 8 de abril por el desplome del centro nocturno Jet Set, en la ciudad capital. De un solo golpe, las risas, la música y la algarabía característica de los dominicanos se pusieron en pausa. Todo un pueblo gime al unísono y sin cesar a más de 200 vidas que fueron frustradas en aquel lugar. El clamor desesperante y el llanto desconsolado ha sido la angustiosa melodía de los últimos días.
Estremecidos por la desgracia, hoy todos lloran. Lloran al conocido y al desconocido. Nuestro duelo lleva muchos rostros y un solo corazón: el de la Patria sollozante que llevamos ceñida en el pecho y que hoy se encuentra estremecida. Sin preverlo, nos encontramos inmersos en un luto colectivo que se yergue sobre la propia individualidad que nos secuestra cotidianamente. Hemos relegado un poco de la odiosa rutina y en su lugar, hemos puesto la mirada en los demás: en los que sufren. Las líneas de nuestras oraciones no se han tratado de nuestras necesidades, sino que las hemos reorientado a aquellos que se encontraban suplicantes debajo de los escombros y por quienes pasan por el amargo valle de la sombra y de la muerte. El dolor nos ha convocado y no nos hemos hecho esperar. Mismo dolor nos ha permitido reconciliarnos con las fibras más vulnerables de nuestro ser y reflexionar sobre la brevedad e imprevisibilidad de la vida.
El dolor nos humaniza y nos permite ser conscientes de las propias limitaciones. Nos recuerda que somos una luz encendida en la boca del viento, que al mínimo soplo se apaga. El dolor aleccionador – al cual apelo– produce en nosotros una fuerza que nos capacita para asumir desafíos que en condiciones normales son impensables superar. Es inevitable no considerar en estos momentos la brevedad de este paso por la tierra y la importancia de cultivar una vida de trascendencia capaz de superar a la propia muerte física. Pues para quienes creemos en la eternidad de las almas, sabemos que la vida no termina en el ataúd. Que esto es solo el inicio a una vida sin sufrimientos ni dolor, al lado de nuestro Creador.
Este infortunio—si así lo deseamos— nos coloca en posición de valorar a nuestro capital humano. Nuestros héroes, sin capa ni escudo, han demostrado que la valentía y el arrojo no es cuestión de ficción, sino de humanidad. Hemos visto a rescatistas, policías, militares, bomberos, defensa civil, personal médico y demás voluntarios volcarse en esta causa, escarbar entre trozos de cemento y cadáveres y resistir hasta el final, aun cuando sus fuerzas se agotaban. No hay palabras para expresar nuestro agradecimiento.
El 8 de abril no solo se perdieron 225 vidas, también cientos de familias quedan irremediablemente rotas, niños en orfandad, padres sin sus hijos, hombres y mujeres sin sus compañeros de vida, sueños tronchados y días marcados en el calendario que jamás volverán a ser igual. Ese ángel “terrible, implacable y feroz”, al cual alude Silvio Rodríguez en su canción “Ángel para un final” nos ha pasado cerca con la sorpresiva pérdida de la amiga y compañera Yokairy Pujols Martínez, quien fuera un ser humano excepcional, madre abnegada, ciudadana ejemplar y una promesa fecunda de la diplomacia dominicana.
Yokairy ocupaba muchos espacios, en muchas vidas, que hoy solo pueden ser llenados por sus huellas firmes e imborrables de su paso por la tierra. Su recuerdo entre llanto y tristeza, también se convierte en amor, en pasión, en unidad y una solidaridad desbordante, que hemos experimentado desde que nos enteramos de su desaparición. Su ausencia, si bien es dolorosa, no nos ha dejado vacíos. Al contrario, nos ha permitido confirmar que amar(nos) aligera las cargas, que toda la fuerza reside en la unidad y que la familia también es la que se elige. Su muerte me ha hecho confirmar que “No hay amor más grande que el de dar la vida por los amigos” (Juan 15:13), en honor a ese amigo, soldado y valiente ser humano, que en vida y hasta después de su muerte no escatimó tiempo ni esfuerzos por ella. En este amigo, también reconozco a todos los héroes anónimos.
Sin dudas, un dolor que nos llama a la reflexión acerca de nuestra propia vida y el impacto positivo que podemos dejar en los demás.
Descanso eterno a todas las almas. Consuelo a los familiares y gratitud infinita a nuestros héroes.
Escrito por: Katherine Hernández.