jue. Jun 19th, 2025

Murió Rodríguez Marchena. Murió uno de los rostros más visibles del poder político dominicano en los últimos años. Murió un hombre de discurso filoso, de verbo firme, de fidelidades partidarias profundas. Y murió en silencio. Sin escándalos. Sin flashes. Sin sirenas. En un país donde se muere más de olvido que de enfermedad, su partida nos deja un eco incómodo: ¿cuánto dura la memoria en esta isla de amnesia selectiva?

Mientras lo despedían con comunicados cuidadosamente redactados y frases bonitas sobre su legado, en las calles seguía el otro duelo. El de las madres que no entienden por qué sus hijos fueron aplastados por un derrumbe en una discoteca de lujo. El de los cuerpos que quedaron bajo escombros en el Jet Set sin que nadie esté preso. El de los nombres que se pronuncian solo en voz baja, porque aquí la justicia tiene miedo, o precio. Y mientras ellos lloraban en silencio, nadie del poder apareció para decir: esto no quedará impune.

Porque aquí la justicia no se ejecuta, se posterga. Y la muerte, cuando no tiene apellidos importantes, se convierte en estadística. Eso también es guerra. Una guerra sin misiles, sin titulares globales, sin radares. Pero con el mismo desprecio por la vida.

Y mientras la prensa internacional se consume en titulares sobre la tensión nuclear entre India y Pakistán, nosotros miramos para otro lado. Allá, el mundo tiembla por la posibilidad de una catástrofe. Aquí, deberíamos temblar por la certeza de la impunidad. Porque aquí la muerte no llega con bombas, pero llega. Y el silencio también mata.

Cuando nadie paga por una tragedia como la del Jet Set, lo que estamos diciendo como sociedad es: no importa. Y eso debería dolernos tanto como cualquier guerra en otro continente. Porque eso es otra forma de matar. Es dejar morir a los nuestros dos veces: primero bajo los escombros, después con olvido.

¿Y qué tiene que ver Marchena en todo esto? Todo. Porque su muerte nos recuerda que incluso los poderosos caen. Que la vida no pide permiso. Pero también que hay muertos que duelen más que otros… no por su humanidad, sino por su influencia. Y eso, si no lo decimos, es hipocresía.

No se trata de irrespetar su legado. Se trata de preguntarnos a qué le damos importancia. ¿A quién recordamos? ¿A quién lloramos? ¿A quién defendemos?

En un país donde aún quedan restos de cemento y sangre sin respuestas, donde los culpables se pasean tranquilos y los familiares de las víctimas aprenden a vivir con la frustración, no podemos permitirnos la frialdad. No podemos normalizar la desigualdad hasta en la muerte.

Si lloramos a los nuestros, que los lloremos todos. No solo al político. También al civil. También al muchacho sin apellido. También a la madre que nunca tuvo consuelo.

Porque mientras el mundo arde, aquí también hay fuego. Y que no se nos enfríe la conciencia. Que no se nos enfríe la memoria. Que no se nos enfríe el grito.

Porque cuando olvidamos, también matamos. Porque el silencio es complicidad disfrazada. Porque si no exigimos justicia por los que murieron bajo los escombros del Jet Set, mañana seremos nosotros. En otro derrumbe. En otra tragedia. En otro olvido.

Y no habrá comunicado oficial que nos salve. Ni cámara. Ni homenaje. Ni poder.

Solo el eco de una sociedad que sigue enterrando verdades, mientras aplaude discursos. Y eso también se llama muerte. Pero en vida.

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